Una relación bipolar

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Debo admitirlo: mantengo con mi dispositivo móvil una relación bipolar. Lo amo y lo odio alternativamente con la misma desesperada intensidad.


Me reconozco afecta a todo lo "techie" desde siempre. Ya en los setenta devoraba con fruición a Marshall McLuhan y fisgoneaba el futuro en los textos de Alvin Toffler, mientras me enredaba en los debates de época que proponía Umberto Eco acerca de los apocalípticos e integrados, pero nunca se me ocurrió que llegaríamos hasta aquí.


Presenté, en tiempo y forma, batalla al multitasking. Ignoro si el cerebro humano está preparado para la multitarea, para hacer con eficacia y deleite tres o cuatro cosas al mismo tiempo. No parece ser el caso del mío.


Esto de chatear, escuchar música y mirar tele al mismo tiempo no es para mí, ni creo que para nadie que quiera hacer al menos una de todas esas cosas regularmente bien.


Estoy más cerca del mindfullness, que propone la atención plena en el aquí y el ahora, una técnica de concentración que toma elementos de las filosofías orientales y las combina con estrategias de Occidente, que de la desquiciada omnipotencia de creer que se pueden mantener tres conversaciones a un tiempo sin perder el hilo de ninguna.


Es cierto, internet y las redes han trastocado las coordenadas del espacio y el tiempo. El mundo parece ahora más pequeño. La gente se siente más cerca. Hay quien se mete en tu intimidad sin un "Buen día" y desde ya quien se va sin siquiera un "Adiós".


No disponemos aún de la teletransportación, pero podemos sentir que estamos en otro sitio o, lo que es peor aún, que estamos en más de dos lugares al mismo tiempo. Lo virtual no quita lo caliente, pero convengamos que no es lo mismo.


He pactado una y mil formas de administrar de manera saludable mi vínculo con el celular. Lo mantengo en modo silencioso buena parte del día, desactivo las notificaciones de casi todas las aplicaciones. Lo uso a destajo, desde ya, para casi todas las cosas de la vida, pero me separo físicamente del aparatito en horarios y momentos programados y jamás lo atiendo cuando estoy a solas con alguien. O al menos eso intento. Tampoco lo uso para jugar. Me aburre.


Ahora el desafío es lo que los expertos en márketing digital llaman los "micromomentos". Esa vertiginosa y agobiante fragmentación del tiempo que deviene de la infinita cantidad de aplicaciones que llevamos en el "telefonino", ya convertido en primera pantalla tras la apabullante irrupción de los smartphones.


Todo lo que ocurre se puede conocer, hacer o resolver, comprar o vender en cuestión de segundos, a tiro de clic. Pagar cuentas, reservar hoteles o aviones, comprar libros, leer diarios, consultar un médico, medir los pasos y los latidos del corazón, hacer la compra del súper, saber dónde está precisamente localizado en este instante tu hijo o tu marido, postear en las redes, hacer streaming, enamorarte o, incluso, dar por concluida una relación con cinco caracteres de una vez y para siempre.


Y, además, todo lo podés hacer desde donde quieras que estés: en el colectivo, cruzando la calle, mientras cambia el semáforo, en la cola del súper o en la sala de espera de lo que sea. Yo no hay tiempo muertos.


No hace falta mirar el cielo para saber si lloverá. Es más, puede que no te enteres en todo el día que salió el sol o hay gruesas nubes de tormenta.


Se terminaron esos ratitos en los que uno se colgaba en un recuerdo, se echaba a volar en una fantasía, miraba con detalle a su alrededor para reparar en los otros o simplemente ponía la mente en blanco para restaurar.


La vida corre teléfono en mano, fragmentada en microtareas más o menos importantes, más o menos urgentes, más o menos interesantes.


Se abre el celular con un objetivo preciso: revisar los mail, contestar un sms y se termina en cualquier parte. Se ingresa a un laberinto interactivo y frenético al que se llega casi por compulsión y del que resulta definitivamente difícil salir. Una tarea lleva a la otra y uno termina quién sabe dónde. Todo muy lindo. Deslumbra y asusta. Perturba.


Fascinada por lo que viene y no dispuesta a perderme nada de lo nuevo, hoy planto, no obstante, mi desafío personal en otro sitio. Recuperar la perspectiva del tiempo y del espacio, el goce sencillo de los sentidos sin mediación tecnológica alguna.


Encontrar una vía de escape que me despegue de a ratos de esta aldea global y me conecte conmigo misma, una vibración que me saque de a ratos del teléfono y me olvide en otro lugar por donde corra la vida, haya o no conectividad.


Si la vida es esto que nos está pasando, no la quiero fragmentada en efímeros micromomentos, no la quiero mediada por el segundo a segundo; la quiero plena, intensa, consciente, profunda. Agarrada del "cellulare", pero de a ratos. En una relación abierta, independiente, desapegada y utilitaria. No de amor o enfermiza dependencia, sino de mera y estricta conveniencia.